jueves, diciembre 31, 2009

 

--CUMBRES de la MEDICINA--

El día 63 de noviembre del año en curso lectivo 2009, el doctor en cirugía de nuevas tendencias, Investigador Wilmar de la Universidad Complutense de Alcahalá de Enares, Madrid, Toledo, Ciudad Real, Cuenca y Guadalajara, abrió con el bisturí una vía jamás explorada.
Tendríamos que remontarnos a principios de mes para que fuese día 1. Y tendríamos que remontarnos diez años para encontrar a Wilmar, cuando aún le llamaban Tony, trabajando en una planta biomarina a las órdenes de sus superiores.
Tony Wilmar desarrollaba su becaría en las costas de Cambados, Pontevedra, Ourense, A Corunya e Lugo, en una piscifactoría de moluscos de doble cáscara.
Allá por la mitad del siglo 19, lo que en rigor deberíamos llamar siglo 19´5, acreditan fidelignas documentaciones que Wilmar contaba ya con antepasados.
No se trata pues de una figura que apareciese en La Tierra solo sin proceder de nadie.
Nos saltaremos sus primeros 4 años, ya que no hay nada en ellos digno de mención, y haremos lo mismo con su adolescencia y juventud, ya que las consagró exclusivamente al estudio y por tanto no hay en ese tiempo nada indigno que mencionar.

Día 62 de noviembre de 2009.
Ingresa a las 12´30 en la Unidad de Quemados del Hospital Memorial de Lincoln-Kennedy, Albany, Southerland, Portland, el individuo Robert Mackenzie, un hombre de 40 años, varón y virgen: no se puede hacer nada por él, y muere.
A las 12´45 ingresa por una ventana que da a la parte trasera de las oficinas un sujeto con síntomas de desorientación espacio-temporal que es tomado por los vigilantes por un malhechor: le son introducidas en el pecho varias balas, no se puede hacer nada por él, y muere.
Cuando el reloj marca las 12´51 efectúa su ingreso por vía de urgencia la señora Liverstone con muestras de asfixia, de rigidez y de orina. Una vez le son analizadas las dos primeras, es inicialmente diagnosticada de hepatitis renal aguda en ambas piernas; luego se desestima el resultado y se interroga a su hígado mediante una resonancia magnética. El hígado se desentiende y deja la responsabilidad a los riñones. Los riñones aislados y sometidos a presión acaban por inculparse.
Insuficiencia renal con agravante de piedras.
“Estos órganos filtran la sangre del aparato circulador y permiten la excreción, a través de la orina y los meados, de diversos residuos metabólicos del organismo como son la urea, la cretinina, el potasio, el magnesio, el fósforo cálcico, los hematíes, los subconjuntos, las plaquetas y la hemoglobina de origen vascular”
Tony Wilmar es quien asegura eso tajantemente y lo cuelga en un postit en el tablón de anuncios justo debajo de “se dan clases de música por las tardes” y “estudiante de danés busca compañera de piso a poder ser desnuda”

El Dr. Barner se dispone a intervenir a la señora Liverstone y ésta se le muere en los preparativos. Inmediatamente acude el Dr. Augusto Watts que consigue reanimarla mediante descargas eléctricas en los pulgares: la interviene y ella de nuevo muere.
Tras ocho intentos de otros tantos galenos, Tony Wilmar, que estaba presenciando las evoluciones de sus colegas desde la cristalera, monta en cólera y baja urgido al quirófano. Wilmar, con los dos guantes en la misma mano y la mascarilla en la nuca, abre a la mujer y tomando sus riñones se pone a soplar con todas sus fuerzas a través de ellos. En efecto, están embozados y no filtran en absoluto. Saca el teléfono de su bolsillo y realiza una llamada. Todo el personal de la sala lo mira atónito. Wilmar camina de un lado a otro hablando con nerviosismo, discutiendo acaloradamente y acompañando con aspavientos cada una de sus palabras. Nadie comprende lo que dice, pues parece hablar en un idioma extraño.
Al cabo de unos instantes se le entiende un “Ok” y un “Chao”

Tony ordena mantener con vida a la señora Liverstone mediante alimentación intravenosa, respiración asistida, sonda de desagüe y corazón artificial, administrándole mientras tanto una importante cantidad de analgésicos. La idea es que debe resistir algunas horas hasta que llegue el helicóptero de la Cruz Roja con lo que él ha mandado traer.
Se le ha ocurrido algo que si funciona, además de salvar la vida que está en juego, supondrá un avance sin precedentes en la medicina invasiva. El mundo de los transplantes será otro a partir de esa experiencia.

Hace diez años Wilmar, cuando aún le llamaban Tony, estuvo ampliando conocimientos en una planta mejillonera das Rías Baixas, Galicia, O Grove, Cambados, A Toxa, Costa da Morte e Praia do Mingo. Y allá comprobó que los mejillones son algo así como riñones oceánicos que se pasan la vida filtrando porquerías a jornada completa: se hacen buenos y saludables a base de filtrar sin desmayo las variadas y abundantes mierdas del mar.

A las 14´46, arriba al helipuerto llega la valiosa carga. Desde la misma terraza, arriba, un empleado con indumentaria aislante corre veloz hacia el quirófano llevando una pequeña nevera de camping en las manos. Wilmar la recibe con impaciencia y extrae de ella la red de mejillones.



Seis horas después, todos le felicitan y su nombre empieza a sonar con fuerza para el Nobel.













Si nos remontamos a anteayer, encontraremos a la señora Liverstone concediendo una entrevista a un enviado de la Zoo-Human Science Publications para la edición dominical, al lado de los crucigramas.


-¿ De modo que usted ahora tiene dos mejilloneras donde antes estaban sus riñones?
-Sí, así es. El Dr. Wilmar me salvó la vida.




miércoles, diciembre 23, 2009

 

--NOCIONES DE ARTISMO--

HACE AÑOS YO SOLÍA PERDER ENTRE DOS Y DOS KILOS Y MEDIO EN CADA COMBATE DE BOXEO.

El Artista Multimierda.
1-
Inicio explicatorio: ¿Qué es un artista multimierda?
2- ¿Qué le mueve a serlo?
3- ¿A qué aspira con su obra?
4- ¿Necesita público?
5- ¿Por qué se corta el pelo?
6- ¿Es imprescindible ser contradictorio?
7- ¿Hay alguna cuestión más?

1- Para ser un artista multimierda lo primero que hay que hacer es no ser artista. Un artista está convencido de que lo que hace es arte, se corresponda eso con la realidad o no. ¿Por qué se llama entonces artista? Pues muy sencillo: porque de alguna manera hay que llamar a las cosas para que resulte entendible el mensaje.
El lenguaje es un vehículo colegiado que en escasas ocasiones podría entenderse en estricta literalidad. La mayoría de las veces tira de metáfora, y sólo si se da un amplio acuerdo interpretativo es posible la comunicación. Así las cosas, deberemos llamar artista multimierda a alguien que en puridad no es ni debe ser artista.

2- A diferencia del artista, el multimierda construye sus cosas sin la obligatoriedad de que le haya de satisfacer el resultado de las mismas. Considera una labor ingrata sentir siempre acechándole el cuello la espada del éxito, estar constantemente bajo el yugo de que sus producciones sean meritorias y aplaudidas.
Hay momentos en que por casualidad crea obras que luego le gustan y eso lo interpreta como un regalo del azar, como quien encuentra un billete por el suelo. Tal circunstancia le supone un plus de alegría con el que no contaba en principio, ya que al multimierda lo que le place es hacer.
Se resume de un modo muy sencillo:
A un artista multimierda no le gusta todo lo que ha hecho. Lo que le gratifica es hacerlo.
Y todo el mundo cuando hace una cosa, cualquier cosa, es porque no se le ocurre en ese momento otra mejor que hacer.

3- Evidentemente a nada. Si aspirase a algo se convertiría en artista. El artista se debe a unos condicionantes que el multimierda desprecia: éxito, superación, aceptación pública, valoración crematística de lo creado, etc.
Cuando alguien se dedica profesionalmente a una actividad que le resulta edificante, no debería recibir por ella más de lo necesario para vivir con la misma o menor dignidad con que lo hace quien se ve forzado a desarrollar una tarea que odia.
Un futbolista al que le encanta el fútbol, un cirujano que ama su oficio, un científico vocacional, un artista al que le apasiona el arte, deberían sentirse afortunados al margen de sus ingresos y estarse 24 horas al día con una sonrisa de oreja a oreja. Si necesitan además de eso ser millonarios es que algo falla. Los trabajos mejor remunerados debieran ser aquellos que ni usted ni yo querríamos hacer.
Por tanto un artista multimierda se ve suficientemente retribuido por sus acciones, sean éstas de la calidad que sea.

4- No es condición indispensable contar con público o audiencia. Si se da el caso, lo acepta y agradece. No obstante deberá quedar claro que un multimierda hace lo que hace con o sin el conocimiento de sus semejantes. Crear, para este tipo de artista-noartista, es una de sus necesidades, simplemente, y podría equipararse a tomar café, pasear, charlar o escuchar música. Lo más habitual es que nos crucemos por la calle con una persona sin saber que es un multimierda. Hay casos en que no lo saben ni sus compañeros de trabajo, ni sus amigos e incluso ni su propia familia. Y eso es frecuentemente lo más aconsejable: que no lo sepan. Porque cuando llegan a saberlo ametrallan al sujeto con recomendaciones bienintencionadas pero fatigosas, y un aluvión de sugerencias se precipita sobre él. Que si por qué no intentas esto y aquello.... que si podrías esmerarte un poco más.... que si hay gente peor que tú y triunfa...

5- Porque es higiénico. Porque tiene remolinos que no hay quien los peine por las mañanas. Y porque ha pedido hora al barbero y se la han dado a las cinco y cuarto. Francamente, no creo que todo esto sea relevante.

6- Imprescindible no, pero preferible sí, al menos en cierta medida. Digamos que en un 25%, así a ojo, es beneficioso ser contradictorio. Para un artista multimierda viene muy bien no estar de acuerdo al cien por cien consigo mismo: eso le da posibilidades de seguir creando cosas distintas. Llegar al convencimiento constriñe y limita las vías de acción. La coherencia total es un límite, es un non plus ultra hermético y finiquitado que no permite exploraciones. En cambio saber que lo que hace hoy probablemente no le gustará mañana, le exime de obligaciones y le ofrece mayor libertad, como ya se ha apuntado anteriormente con suficiencia.

7- Pues no, de momento no.



POR ESO TUVE QUE DEJAR LAS APUESTAS.

sábado, diciembre 12, 2009

 

--LA ALGARROBA--

Algarroba: la inflexión.
Una algarroba cambió mi vida. O la hizo, mejor dicho, cuando aún no estaba sino esbozándose en colores Alpino. Soy quien soy por culpa o gracias a las algarrobas: lo juro por el Mediterráneo. Lo juro por su monarca, por su emperador, por su divino César, el algarrobo, árbol de sal y de crudeza, de fruto negro y áspero como mi vida en pantalón corto de obligado cumplimiento, cuando la vida era toda en sí de obligado cumplimiento.
La algarroba: mi particular antihostia. Si tuviese que inventarle un escudo heráldico a mi apellido, como se inventaron el suyo quienes ostentan uno, sería una cruz de algarrobas sobre campo de zarza y ortiga. Y el olor que me llevaría a una isla desierta, junto a no sé qué libro y sí sé qué disco, habría de ser el que emana de una algarroba madura casi seca cuando se parte por la mitad.
La algarroba me abrió los ojos, me descargó los programas en la mente cuando era tan listo como no lo he sido nunca más. Nunca tuve ni tendré mayor inteligencia que a los ocho años. Y se lo debo a las algarrobas, lo sé seguro. Después de aquello ya todo ha sido bajar hasta donde estoy ahora, y será seguir en descenso lo que me quede de aquí a la muerte.
Ocho años. Hostias. Miedo. Tiña. Orines. Entendimiento. Algarrobas.
La algarroba: el norte.


Aquella mierda de señora se llamaba o Junia, o Agosta, o algo de por el medio. Era la madre de mi único amigo entonces. ¿Qué tendría ella, cincuenta años? Por ahí andaría seguramente. Y nada la hacía más feliz que compararme con su mocoso y humillarme. Yo ya tenía bastante en el colegio con sufrir a un maestro cuya misión en el mundo era pegar a niños de ocho años, sobre todo a mí. Un perro cavernario que me abofeteaba cada día, que me odiaba particularmente por ser un chico nervioso de mirada resistente, que me hacía preguntas-trampa para darme una hostia más, una suerte de subteniente frustrado que preparaba los bofetones con parsimonia, con liturgia, con método, que estampaba la palma abierta de su mano contra las diminutas caras de la miseria y la indefensión. Luego, cada vez que terminaba la clase, nos obligaba a estrechar su mano, la mano agresora, no sé si forzándonos a perdonarle continuamente o como vomitivo gesto de humillación. Tercero de primaria. Rosario sabatino. Himnos indeseables. Disciplina castrense de generalato barriobajero. Y también algarrobas, afortunadamente algarrobas. La algarroba fue para mí el antídoto de la podredumbre, la vacuna contra la jerarquía, contra los galones, contra las estatuas y los crucifijos arrojadizos, contra los adultos que mueren octogenarios sin haberlo sido un solo día de sus putas vidas, contra la mala incultura, contra la admisión, contra las hemorragias nasales, contra el dolor y contra la violencia. (Cuando ya tenía dieciséis años, los pelos por los hombros, un pantalón que me marcaba más polla de la que en realidad tenía, una camisa abierta, un pecho fuerte y varonil y sobre él un colgante de hierro con la cara de Hendrix, vi a aquel maldito maestro hijo de perra subir por el paseo. Lo vi de lejos. Yo estaba en la otra punta bajando. Nos cruzaríamos en unos segundos. Yo iba pensando mientras en pillarlo de las solapas y devolverle todas las hostias, todas las burlas y todas las encerronas de que me hizo objeto. Yo iba pensando en que por una vez venganza y justicia fueran sinónimos. Iba acelerando mi corazón y sentía cómo me pulsaba en los ojos, cómo mis dientes cerraban como tenazas partiendo un clavo, cómo mis puños se volvían corteza de algarrobo. La cabeza me dictaba palabras a una velocidad en que se superponían mil discursos como si tuviese un estadio dentro en el que todos los espectadores increpan al árbitro: ¿Oye, hijo de la gran puta, ¿te acuerdas de mí? ¿no? Sí, hombre, sí: soy el hijo de la portera, cerdo degenerado, aquel niño tembloroso y saltarín que se portaba bien en clase, que no rechistaba y que al final hasta sacaba buenas notas pese a ti. Sí, hombre, sí. Y si no te vengo a la cabeza, ¿te acuerdas del Carmona, del Meléndez, del Rull, del Molina, del Vázquez...? del Vázquez tienes que acordarte pedazo de cabrón: el niño al que pegaste dieciocho bofetadas seguidas -dieciocho crímenes que yo no olvidaré jamás-, tantas como problemas del cuaderno Salvatella tenía sin hacer. ¿Y ahora, qué, eh? ahora te voy a romper la cara en mi nombre y en el de todas tus víctimas, pero antes te quitaré las gafas con la misma ceremonia, con la misma solemnidad, con la misma sádica lentitud con que tú lo hacías a los niños que las llevaban)
Al pasar por su lado, él ni me miró, y yo en ese momento lo sentí tan viejo que me tragué la hiel y lo dejé pasar. Cuando se me fue de la boca el agrio amargo, se manifestó en mi lengua el gusto de la algarroba, el sabor amable de una rotunda victoria.
La algarroba: el raciocinio.

Aquella mierda de señora, la Julia, la madre de mi amigo, vivía en una casa alta y estrecha, casi sin ventanas, excampesina, con lo que fuera cuadra en la planta baja, reconvertida por el marido en conejera. Pero nada más entrar, y ahí quería llegar, al abrir la puerta una montaña de algarrobas extendidas dejaban el acceso justo a la escalera. Yo cada vez que iba elegía cuidadosamente una, la que estuviese en su punto para comérmela. En esos años el paladar de un puto paria se contentaba con lo que fuera, porque hambre lo que se dice hambre de rancho en plato no es que hubiese, pero sí una falta casi total de caprichos infantiles, de golosinas y de posibilidades en general. Si conseguíamos dos reales, cosa poco frecuente, corríamos locos a invertirlos al quiosco del paseo. Palos de regaliz, naturales cien por cien, con tierra y todo; pastillas de leche de burra, que jamás supimos de qué estaban hechas; chicles negros Bazooka, supuestamente también de regaliz, espesos, bastos, petróleo de mascar sin refinar; caramelos a granel, indisolublemente unidos a su envoltorio; chufas, secas como garbanzos crudos; también nos comíamos cientos de cosas que crecían por el campo, bayas de plantas que ahora mismo no reconocería o frutos de árboles desprestigiados.
La señora, pues, me vio comiendo una algarroba. Ella era una mujer hecha de morcilla y chorizo pamplonica, con culo para tres butacas y extremidades como almohadones de matrimonio. Su hijo, mi amigo, no gustaba de las algarrobas, ni nadie en esa familia por lo visto. Me miró fijamente y arrellanándose como una asquerosa clueca en su sofá, empezó a reírse de mí una vez más. Mirad, mirad, el Blasín: come algarrobas como los borricos. ¿No te dan de comer en tu casa? ¿quieres un poco de pienso de los conejos para postre?
Y yo entonces supe que para ciertas cosas mi memoria se estaba formando en alta definición, supe en qué equipo jugaría el resto de la liga, supe a qué edad fui adulto, supe que la mayoría no lo será a ninguna, y supe que una algarroba da más luz que las antorchas.
Nada puede ofenderme pues: desde los ocho años me protege una algarroba.

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