miércoles, abril 20, 2011

 

--LA GRAN GUERRA--

Cuando el general Candanchú pidió novedades, sus tropas habían sido diezmadas.
-¿Cuántos hombres han muerto, soldado?
-Diez, mi general.
-¿Y de cuántos efectivos disponíamos, soldado?
-De diez, mi general.
El General se llevó las manos a la cara.
-¿Y entonces tú quién eres, soldado?
-Ya sólo soy un hombre muerto. El cadáver de un soldado que dio su vida por nuestra Santa Cruzada y nuestro Dios Verdadero. Un cuerpo inerte segado por el fuego de las hordas infieles.
El general suspiró y alzó la vista al cielo murmurando.
-Oh, qué tristeza inmensurable, soldado de Cristo, guerrero de la Fe, asesinado por una bala laica.
-No se aflija, mi general, que el oponente nos superaba en número y encima eran el triple que nosotros.
-Estoy penando porque subestimé al ejército ruso, buen soldado. Y el fracaso de un general supone derrota en la guerra. Podría soportar perder mil batallas y ver mi honor arrastrado por los libros de historia, pero no puedo cargar con el peso de una derrota. Oye, soldado...
-A sus órdenes, mi general.
-¿No se lo contarás a nadie, verdad?
El general hablaba con un muerto. Estaba malherido y deliraba. La Corona de España había caído en manos de los bolcheviques y él no fue capaz de defenderla. Era cuestión de tiempo que el cáncer soviético se extendiera a partir de España, primero hasta Portugal, luego a las islas Azores y Madeira y por último a las Canarias.
El general intentó en vano liar un pitillo. Sus manos estaban hinchadas y cubiertas de sangre. La metralla se había abierto paso por todo su cuerpo. Empezaba a anochecer en la trinchera. Miró su reloj, pero ya era demasiado tarde.
(Batalla de Calabaidín. Segunda Guerra Mundial. Serie Episodios Olvidados. Editorial Carranza. Alicante. España)




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