domingo, enero 17, 2010

 

--EL ORIGEN DE LA LENGUA--

“Ejército, ejercito, ejercitó”.
Este es el ejemplo digamos estándar de la importancia del lenguaje en sus diferentes pronunciaciones declinativas en cuanto al léxico fonemático se refiere. Antes del latín, esdrujular una palabra era considerado ruralismo de clase baja. Supongamos que dejamos recaer la fuerza del acento en cada una de las sílabas de una palabra al azar. Así sería: Cépillo, cepillo, cepilló.
Cepilló, indica una acción en tiempo pretérito.
Cepillo, además de indicar la misma acción en tiempo presente, nos ofrece el nombre común identitario del objeto que tiene como función cepillar.
“Todo cepillo que no cepille, no merece el apelativo de cepillo y le habremos de llamar de otro modo o no llamarle.” (Virgilio de Salónica)
¿Pero qué hacemos con “cépillo”?
¿Debemos -en tanto que personas idiomáticamente vehiculadas- procurarle un significado a ese neologismo, o tal vez incluso crearle un objeto ad hoc?
Bien. Tomemos otros ejemplos.
Hábito, habito, habitó.
Práctico, practico, practicó.
Tránsito, transito, transistor.

Hasta la llegada del latín a la Península Ibérica, los hombres y mujeres y niños del Sistema Central, los Picos de Gredos y el Gran Cañón del Guadarrama eran románicos prerromanos en su mayoría y carecían por tanto de gramática normativa. Ésta aparecería años después de la mano de las Lenguas Romances. Y no sería hasta la llegada del estudiólogo Ramón Paladino, que se reglamentasen con la pertinente claridad estructural. (Hay incunables de los siglos XVIII y IXX que así lo certifican)
El latín en principio -y a diferencia del sánscrito o las lenguas germánicas- carecía de consonantes palatales, lo que lo convertía en un idioma tan monótono como la propia palabra “monótono”, que sí tiene palatalidad en su pronunciación aunque ello no la exente de monotonía.
Al adoptar Ramón Paladino voces griegas, árabes y germánicas e incorporarlas a la base latina, consigue enriquecer la lengua llevándola a su punto cumbre de diptongación. Se dieron en aquel entonces diptongos de hasta diez y doce vocales, que como es natural resultaban muy difíciles de pronunciar para la plebe analfabeta. Eso propició que las gentes de cada área geográfica adaptasen el lenguaje a su modo y conveniencia, dándose lo que en la actualidad conocemos como castellano, catalán, valenciano, euskera, bable, gallego, andaluz, fabla, mallorquín, menorquín, ibicenco, formentereño y cabrero, con sus consiguientes dialectos, calagurritano, madrileño, tortosino, gijonés, gaditano, baturro, bilbaíno y silbo gomero.
También por su origen godo, en la antigüedad vocablos hoy desaparecidos eran de uso común. Véase Rodrigo y sus derivantes: Ródrigo, Rodrigo, Rodrigó. O sus declinaciones más evidentes: Ródriguez, Rodríguez, Rodriguez.
Según antiguos tratados de botánica, el ródrigo era una especie de arbusto leñoso emparentado con la zarzamora y el alatonero silvestre; Rodríguez era el apellido que heredaban los descendientes de Rodrigos -eso aún perdura-; y por rodriguez se definía la cualidad o acción de arrodrigamiento.
"Alcanzó su plena rodriguez a la edad de cuarenta años." "En aquella batalla nuestros soldados pecaron de rodriguez." "Eso que ha dicho usted es de una rodriguez absoluta." Etc.
El verbo rodrigar fue pues un verbo de amplio uso. Y de él se desprendían conceptos como rodrigante, arrodrigarse, enrodrigamiento, arrodrigación, etc.
Y ahora, que el lenguaje tiende a empobrecerse, los lingüistas daríamos los ojos de otros lingüistas por saber qué significaban ese verbo y los tantos que se perdieron en la evolución de los siglos. De no haber sido así, hoy probablemente estaríamos ya adentrándonos en el postrodriguismo. Es sumamente triste, pero hemos de aceptarlo.

Bien. Y después de esta somera introducción al origen del lenguaje, ya nos encontramos en disposición de preguntar: ¿Y sirve para entenderse?
El siguiente ejemplo práctico nos desvelará que el problema no está en la Lengua sino en el Hombre:

-Hola, Bernardo. He visto tus últimos trabajos y son cojonudos, oye. Qué talentazo tienes, chaval...
-Sí, bueno. Eso lo dices porque somos amigos y porque te caigo bien y tal, vale, pero sé sincero: ¿me dirías lo mismo si fuéramos rivales y te cayese como el culo?
-Hombre, me pones en un brete. No sé a qué viene esa pregunta, tío.
-Tú piénsatelo bien y contesta, anda.
-Joder, pues vaya chorrada. Si te odiase supongo que no te diría lo que te he dicho, claro.
-Pues eso, lo que me suponía. Mira que llega a ser falsa la gente. Es que no se salvan ni los colegas. Hipócrita de mierda. Cabrón.


domingo, enero 10, 2010

 

--LEGÍTIMA DEFENSA--

Sé que quieren volverme loco. Creen que no me doy cuenta. Intentan desorientarme deshaciendo o falsificando todo que hago. Cuando salí del lavabo ayer tarde, fui especialmente escrupuloso en la puntería de mi micción, tiré de la cadena y bajé la tapa del inodoro. Luego me escondí al final del pasillo y espié sus movimientos: mi señora levantó la tapa silenciosamente y después se ocupó de salpicar los alrededores con un pulverizador. Mi mujer y sus hijas a la hora de comer me recriminaron duramente ser un guarro. “Todos los tíos sois unos cerdos ensuciando el váter. Claro, como no lo limpiáis vosotros. Qué asco, por dios.” Pero es que es un no parar. Cuando no estoy presente encienden cigarrillos por toda la casa para machacarme con que la apesto. Nunca tienen suficiente. Y eso que desde que empezaron a decirme que les molestaba mi tabaquismo, yo fumo siempre tragándome el humo sin soltarlo. He desarrollado una técnica mediante la cual si efectúas muchas respiraciones cortas con el humo dentro, te lo vuelves a tragar una y otra vez hasta que acaba por no salir. Se queda todo pegado en el organismo. Son iguales todas ellas. Se parecen como dos gotas de agua a otras dos gotas de agua. Cuando enciendo la calefacción, ellas la apagan y me acusan de roñoso y maltratador diciendo que las pretendo enfermar. Si me toca cocinar a mí, a la que me doy la vuelta, le añaden sal al guiso, o pimienta, o vinagre para tacharme una vez más de inútil. Me rayan el coche y me doblan los limpiaparabrisas. Me escriben amenazas anónimas con aerosoles de esprai por las paredes del barrio. Conozco su letra. A mí no me engañan. Mira que no sea todo por la ola de frío. Dicen en la tele que ni los más viejos recordaban una nevada como la de este año. Pero eso es una tontería porque los más viejos no son capaces de recordar ni sus propios nombres. Seguro que hasta manipulan los informativos. El otro día llegué la mar de contento del curro. Me habían regalado un jamón espléndido. Pues, ¿te crees que se alegraron? Qué va. Me salieron con que habían decidido volverse vegetarianas, veganas y musulmanas. Qué casualidad, coño. Pero yo que siempre intento ser razonable, en vez de cortarme las venas, intenté convencerlas de su equivocación. La verdad es que un islámico vegetariano, a poco que piense, se dará cuenta de que se pueden comer un cerdo siempre que ese cerdo no haya comido carne, ni haya sufrido vejaciones físicas o morales. Pues no, que me metiera el jamón por la vía supositoria. Joder, si no se puede comer uno nada que haya sido objeto de violencia, adiós a las aceitunas y su aceite. ¿O me dirán que los olivos se lo pasan bomba cuando los varean? Mi familia lo que ocurre es que no sabe infravalorar lo que tiene. Muy pijas ellas. Les jode que en treinta años de trabajo en la misma fábrica, la única vez que ascendí fue cuando me pasaron de trabajar sentado a trabajar de pie. No soy un hombre de aspiraciones ni riesgos, eso ya lo sabían antes, joder. Yo me rijo por lo que decía el santo aquel, el San Francisco de Assis: “Más vale pájaro hermano.” Soy así y no hago mal a nadie con ello. No voy a renunciar a mi carácter. No es cosa de que al final de verdad me trastornen loco. No pienso tirar mi barco por la borda. Eso sí que nunca. Aunque lo cierto es que me están deteriorando. Servidor antes, cuando iba al colegio, hace cuarenta o cincuenta años, escribía mejor que Cervantes. Y ahora, no sé si por h o por b, he empezado a cometer faltas. Me desconcentran. En cuanto estoy escribiendo un poema, todo recogidito en mí mismo, me quitan a Verdi del tocadiscos y enchufan el canal latino a todo volumen. Les jodió que dada mi absoluta melomanía, fuese a una clínica de estética y me gastase la herencia de mi madre en ponerme más orejas. Como si ellas nunca se hubiesen dado ningún capricho. Es el acabose. Y con mi gusto por los deportes, igual. Para mí son como un tubo de escapatoria. Es imposible que me dejen ver tranquilo un partido de tenis. Dicen que duran mucho, que son eternos y que menuda pesadez. Yo una vez más intento hacerlas comprender la certidumbre reflexionada de las cosas. Es que no tienen ni el más mínimo sentido lógico de la lógica. Hostias, un partido de tenis puede durar cinco horas porque lo juegan sólo dos personas, o cuatro a lo sumo. ¿A que el fútbol, el balonmano o el baloncesto duran menos? Me cago en la puta, ¡pues claro! Es como si para pintar la fachada de tu casa contratas a un pintor o a una buena cuadrilla. Un tío solo tardará un huevo y medio en acabar; en cambio seis o siete te la pintan en un plis plas. Si el tenis lo jugasen diez o doce jugadores, los partidos se los ventilarían en media hora, cojones. No soy yo de faltar al respeto, pero para mí que son imbéciles. Y lo que no estoy dispuesto a tolerar es que me perturben la mente. Que yo si me pongo cabrón también las sé gastar estrategiadas. Y si no que se lo pregunten al perro del vecino. El chucho ese cogió la jodida manía de mearse en la esquina de mi puerta. Oye, es que era cada día de la vida; que ya está bien. Y yo ¿qué hice? Estudiar al enemigo y derrotarle con sus propias armas. Me dije: De modo que los canes mean las esquinas, los portales, las ruedas y todo lo que pillan porque así marcan su territorio ¿no? O sea que reconocen por medio del olfato. Luego si algo atufa a sus pestilentes orines, ellos lo identifican como suyo. Vale. Ok. Entendido. Un día me esperé pacientemente a que el perro viniese a mearme la puerta. Y cuando lo hacía, yo lo sorprendí haciendo lo propio con él. Me había estado aguantando durante horas esperando ese momento. Me había tomado dos litros de Vichi Catalán y tenía la vejiga a reventar. Amigo, qué meada le metí al puto bicho. Lo dejé chorreandito vivo. Desde entonces ese perro huele a mí y no a él. Le borré de golpe la identidad, sin que tuviese tiempo de reaccionar siquiera. Ahora no puede ni reconocerse el maldito desgraciado. Ahora es un perro sin identidad propia, sin autoestima, sin sentido de especie, sin instinto y vilmente desmoralizado, al que los demás perros ni se acercan. No digo con esto que tenga pensado mear a mis parientas, pero lo que sí voy a hacer es estudiar al detalle sus maquiavélicos métodos para emplearlos en su contra, como las fuerzas del judo. Veremos quién vuelve loco a quién.


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