martes, diciembre 10, 2024
--UN POCO DE MESURA, POR EL AMOR DE DIOS--
Estuve en Málaga y me encantó. Estuve en Córdoba y me maravilló. Estuve en Sevilla y me enamoró. Conste en acta, señorías.
Pero hay algo que me resulta insoportable: la patológica obsesión con el flamenco, la rumba, la copla y las sevillanas.
Vas a comer a un restaurante y tienen de fondo cante, guitarreo y palmas. Vas a una terraza y dentro del local suenan bulerías, pero es que además en la calle el artista callejero que va pasando por las mesas es un tío con una guitarra berreando rumbitas a todo lo que le da la garganta y el moriles.
Vas a picar algo y no hay taberna ni mesón en la que no suene sin parar folklore andaluz. Y si vas a tapear o a cenar a cualquier sitio, lo mismo de lo mismo. En todas partes cantaores, pop flamenkito, rumbitas, castañuelas, palmeros, jaleos y quejíos.
La banda sonora de esa comunidad es obsesiva.
Me he rondado todas las zonas de Donosti, de Bilbao y de Vitoria y no he estado oyendo conciertos de txalaparta, ni txistularis dando la tabarra.
Me he hartado de ir por El Tubo de Zaragoza, y no estás todo el santo día oyendo jotas.
Cataluña la he pateado un trillón de veces y te puedes tirar tres meses sin oír una sardana.
Yo nunca he estado en El Tirol, pero me gusta imaginar si uno de esos andaluces fervorosos amantes de sus tonadas estuviese de vacaciones en El Tirol y tuviera que estar sufriendo en todas partes y a todas horas los aullidos típicos de esos tíos de pantalón corto con tirantes que parece que lleven el autotune incorporado de serie. A los dos día se suicidaría. Pues eso. Que acaba uno hasta los cojones.
Y DE REGALO: