Blas Deker.-- Caras B y Rarezas.

Florencio se apoyó con desgana en la gorlaza del balcón y miró desde el fradejo desconchado cómo las camionetas traqueteaban fatigadas por la cuesta arriba del muralarce, cuajadita de repechos, de curvas y de cansancios.
Agosto. Sequía y barbecho. Entre las mieses ondeaban como pompones las matas arrebujadas de ralinas silvestres, sareñas y yerboliagas, ahora de rojo-añil en el crepúsculo por efecto del sol.
Florencio se adormecía y entre el chirriar jañudo de los ejares y el resoplido insistente de los bochardos, viéndose todo tan seco, añoraba cuando vivía junto al mar, la varniada que a la brisa de la tarde mecía en pleamar las barcazas frunando de dos en dos como pareja que acuna un niño, dulcemente, suavemente, con amor. Afuera, sobre la zahurda oxidada de salitres, arrebullados los palenques, las armaúnas, los cinchejos y las bruhedas, esperaban todos el amanecer para echarse al faenar consuetudinario de su rutina inveterada.
Florencio pensaba eso, todo eso, así, inventándose palabras, y lo hacía por dos razones: una, porque quedaba erudito de la hostia, y la otra, pues ni puta idea, oye.

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