domingo, septiembre 06, 2009

 

-TEATRO SOCIAL-

El teatro está lleno. La obra a punto de empezar. Los espectadores, espectantes. Los expectadores, expectantes. Y los expectoradores, sin parar de toser.
Se abre el telón.
El escenario reproduce una estancia antigua y miserable de finales del XIX, en plan Máximo Gorky más o menos.
Figura que es de noche. Entra Natacha Ailoyeva, hijastra adoptiva de Irrintzi Korsacov, un músico vasco de origen ruso que se gana la pobreza tocando decadentes melodías por las aceras de San Petersgrado.
Se otorgan un beso y él cae rendido sobre un seboso banco de madera. Está medio tísico del todo. Enciende su pipa y el pecho le silba cada vez que respira como cuando se deshincha un globo ajustándole el morrillo. Entonces aprovecha para acompañar esos silbidos con su acordeón.
De un trago se bebe media botella de vodka.
La joven muchacha con ojos doloridos prepara en la cocina una sopa hecha de migas de pan y mondas de patata que hierve en el vodka que ha quedado.
En ese momento ella cree que alguien está golpeando la puerta. La abre. No es alguien, sino Vladimir Karlanka, un ruso de pura sangre, un teórico del anarquismo moderado, que junto con Andrei Tropov, desertor del ejército, también completamente ruso, y René Voloire, ruso atípico, forman la cabeza del grupo revoltoso más perseguido por la policía zarista y en ocasiones hasta por el Zar en persona.
El anciano músico se ha quedado dormido.
Vladimir besa a la joven Natacha en la frente y ella en esa acción corresponde al beso alcanzándole a él en la barbilla. El mozo comprende la mala vida de la chica y siente lástima: lleva más de treinta años cuidando de un padrastro borracho.
Luego llegan a la casa los otros dos camaradas, y entre los cuatro se comen la sopa. Están tan hambrientos que se chupan los dedos unos a otros. René se queja de que Andrei siempre aprovecha la circunstancia para morderle los repelos.
Trabajan todo el día en una fábrica dedicada a la producción de cansancio. Cuando hay suerte les pagan por ello la mitad de dos tercios de rublo. Con eso no alcanza ni para remendar las botas. Es el imperio de la injusticia. Cuenta Vladimir que una vez le pagaron quince monedas, pero eran de otro país y no pudo comprar nada.
La explotación del hombre por el hombre debía acabar.
Un golpe de nudillos en el cristal de la ventana interrumpe el cuadro. Son los hermanos Rudeyev, seis bastos rusos leñadores que se mantienen robustos por comer musgo y nieve en altas cantidades. Parecen hechos de corteza, tan curtidos como están por la ventisca helada, la tormenta, los aludes, la inclemencia y la intemperie siberiana. Para ellos ya no hay diferencia entre el frío y las bajas temperaturas.
Natacha les ofrece asiento y les dice que pueden quitarse sus enormes guantes, pero no lo hacen porque no llevan.
Ese chasco despierta la hilaridad general de modo que incluso llegan a reírse.
Los hermanos Rudeyev se llaman, por orden de aparición: Ivan, Theodorovic, Dorotheovic, Antolin, Igor Igorenenko Igorovic Igoreyevo, y Smirnoff.
Antolin avisa a los demás de que los compañeros de los suburbios de la orilla oeste del Volga y muchos más de diferentes gremios, también acudirán a la reunión. En ella se debe decidir quién matará al Zar y cómo.
Pasados varios instantes llaman de nuevo a la puerta. Natacha abre y aparecen en principio los doce hombres que representan al ramo de pescadores. A continuación entran siete mineros, cuatro granjeros, ocho mendigos, nueve carboneros, veintidós ferroviarios, un desempleado no mendicante, tres pastores, dos operarios del textil, dos tullidos de guerra, un ciego de un ojo y dieciséis estudiantes.
No importan sus nombres. Todos son rusos. Todos son pobres. Todos son rebeldes. Todos son anarquistas.
Llegado este momento, y si las cuentas no fallan, en la humilde cabaña se han dado cita unos noventa y ocho individuos. El escenario está absolutamente abarrotado. No cabe un alma más. No se entiende lo que dice nadie. El viejo Irrintzi con toda probabilidad ha muerto aplastado en el banco, pues se le han sentado encima los hermanos Rudeyev y el ciego.
Hay gente con medio cuerpo sobresaliendo de las ventanas, y gente a punto de caerse encima del público. No queda ni una gota de sopa. Andrei Tropov aprovecha el caos para morderle los repelos a todo el que puede. Empieza a enturbiarse la cosa. Unos gritan porque les están pisando. Otros se enojan porque les echan el aliento en la boca. Alguien le ha pellizcado el culo a Natacha y le ha tocado una teta. Entonces todos intentan enzarzarse en una pelea pero no hay espacio material para lanzar los puños ni dar patadas. Natacha, rusa y ofendida, le retuerce los huevos a alguien, pero no es el que se ha propasado con ella. El tremendo aullido del afectado calla a todo el mundo.
Se hace el silencio y entonces aprenden que también la injusticia se halla en el seno de los oprimidos.
Ha sido tal el alboroto, que un vecino ha avisado a la Guardia del Zar. Se presenta un sargento fusilero, detiene a los anarquistas y los lleva a presidio.
En la estancia, la joven Natacha, compone su corpiño desatado y gime ante el cadáver del padrastro muerto.
Ahora tendrá que tocar ella el acordeón para comprar vodka.
Se cierra el telón y el público, puesto en pie, aplaude y vitorea durante más de diez minutos.



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