domingo, enero 15, 2006

 

-JAMES DAVIS CÚPER-

CAPITULO 1
En nuestra vida cotidiana percibimos miles de cosas a cada instante, mensajes, imágenes, objetos y etcéteras de los que nunca pensamos algo tan elemental como que alguien los haya creado. No solemos reparar en que tienen autoría.
Todo ha tenido a alguien como creador. Nada estaba ya aquí con la petardada del big bang, las farolas, las canciones, las marcas de calcetines o los etcéteras incluso.
A James Davis Cúper le debemos nada menos que el sentido del humor, o mejor dicho, el estilo del humor. Quizás el sentido sea otra cosa, tal vez sea la forma particular de metabolizar unos humores externos a nosotros.

James Davis Cúper –al que a partir de ahora llamaremos Cúper para ahorrar tinta- es el padre olvidado de todo el humor moderno desde el final de la segunda guerra mundial (o puede que de la primera, pues no somos muy cátedros en historia) hasta nuestros días, y estamos seguros de que ha de seguir influyendo por los siglos de los siglos.
Llegamos a la osadía de afirmar que si Cúper – al que a partir de ahora suprimiremos el acento- hubiese nacido en el imperio romano, el mismísimo Jesucristo hubiera hablado a las gentes haciendo malabares con tres naranjas y su leyenda se hubiera forjado con otros aires.
Cuper aun sin ser muy consciente de ello, quería cambiar el mundo, y normalmente cuando alguien es así, o bien es devoto de iglesias, o bien va para científico, o para político, o para filósofo, o para militar.
He aquí lo extraordinario de Cuper: Pretendía ser humorista.

En plena conflagración mundial se obstinó en nadar contra corriente y reírse cuanto pudiera.
Cuenta un biógrafo que cuando las fuerzas japonesas atacaron Pearl Harbour, su padre que estaba escuchando el parte por la radio le comunicó la noticia en grande aspaviento, con la lógica alarma de una persona realista y normal, y que la respuesta que obtuvo del niño Cuper no fue sino mandarlo a tomar por el culo.
El padre de momento quedó aturdido y corrió hacia su habitación en busca de los documentos que guardaba en el armario para echarle un vistazo al libro de familia.
Entretanto Cuper se partía de risa. Él no había ofendido a su padre de forma tan reprobable porque le moviese el odio, ya que se llevaban perfectamente, sino porque resultaba una salida chocante y graciosa a su juicio.
Cuper estaba investigando un tipo de humor basado en la sorpresa del absurdo. Luego estos estudios constituirían el esqueleto de lo que se daría en llamar humor intelectual.

Cuando regresó el señor Robert Davis ya más calmado de su cuarto tras comprobar en el libro de familia que él era el padre y James era el hijo, asumió su regio papel y le pegó un sopapo con sus nudilleras de acero, que saltó caries hasta el techo.
Cuper, una vez recibido el sutil mensaje y cuando se hubo marchado su padre, chorreando como un cerdo, volvió a reír felizmente e hizo una serie de anotaciones comparativas entre el nuevo humor que estaba creando y el fácil, primario y tosco de que hacía gala su tradicional padre.
Él no quería ir a la universidad. Decía que le ocuparía el tiempo y la cabeza en cuestiones sin sentido ni utilidad y no podría investigar nuevos cauces para el arte del humorismo.
Las discusiones y peleas fueron sonadas en esa casa por culpa de la obcecación del chico, hasta que logró convencerlo su madre con una brillante idea. Le dijo: “Estudia Jimmy, pues tal vez las ciencias o las matemáticas oculten cosas graciosas. Se te podrían ocurrir chistes sobre ángulos, grados o cifras, quién sabe...”
De ese modo Cuper –al que seguiremos hasta el final llamando Cuper para no enredar las cosas- se matriculó en la Ohio Universiti, una institución hasta entonces prestigiosa que se vio obligada a cerrar al cabo de año y medio.
Las primeras semanas Cuper notó ciertas dificultades digamos que de adaptación, pero en pocos meses consiguió que la universidad se le adaptase, aunque con ello acelerara su ruina.
Cuper fue el primer ser humano que pintó unas gafas, un bigote, unos cuernos y unos dientes negros en un cartel electoral, algo insólito entonces y ahora tan corriente que puede verse hasta en el propio Vaticano.
Las 24 horas del día estaba creando, discurriendo nuevas fórmulas y ofreciendo propuestas a la vanguardia del humor.
Hoy, cuando alguien se ríe al ver en una comedia que un tipo atolondrado y patoso se cae por pisar un pellejo de plátano, ignora que en el registro de la propiedad intelectual figura como autor nada menos que Cuper. En dicha oficina tienen destinado a sus patentes un almacén entero, mientras que la obra de Hemingway por ejemplo cabe de sobra en una estantería de sesenta por sesenta.

Todos los humoristas de todas las categorías han recurrido en un momento o en otro y sin el más mínimo decoro al plagio evidente de las ideas de Cuper. Si no, pregunto, cuántas veces hemos visto en cómicos de cualquier nacionalidad la escena del cazador miope que dispara a un pato y derriba una avioneta.
Todos, repito, todos, han llevado ese gag al cine, al escenario, a la prensa o a la televisión al menos una vez en su vida, excepto individuos como Benny Hill que lo repitió en cientos de ocasiones persiguiendo luego a una chica en paños menores.

Cuper cuando quebró la universidad se vio forzado a buscar empleo siendo unos tiempos realmente difíciles y en los que todos los muchachos de extracción social baja competían por un puesto de repartidor de diarios, conscientes como eran de que ese peldaño inicial daba al final de la escalera con el puesto de magnate.
Cuper y su bicicleta llegaron a hacerse con el reparto del Ohio New Daily Expres, pero no le veía la gracia al tema de ir tirando envoltorios para bocadillo casa por casa. No le compensaba toda una larga semana de trabajo anodino y triste para sólo alcanzar unos breves instantes de hilaridad contenida cuando recibía el sobre con su sueldo y por eso lo dejó enseguida.

No obstante, su vocación iba a estar de enhorabuena. Un día aparcó en la ciudad un circo alemán en el que casi todos eran portugueses y plantó su carpa en las afueras.
Cuper miró el circo como si fuera el primero que veía en su vida. Lo miró con otros ojos, con la mirada del que descubre algo que había estado siempre ahí sin darse cuenta.
“Mira que eres tonto, Cuper”, se dijo. Y como una auténtica flecha se fue para el director. (O sea que habló con él llevando plumas en los pies y un casco metálico acabado en punta.)
Le suplicó la admisión en la empresa, le rogó un puesto con los payasos aunque al principio le tocasen todas las hostias y además se comprometió a limpiarle el culo a los elefantes. (Los elefantes cuando salen a la pista, salen limpios, sin mierda en la cola, y alguien ha tenido que quitársela, obviamente.)
Después de contarle varios chistes y esbozarle alguna de sus audaces ideas, aquel hombre se echó a reír como un cabrón y le explicó que él iba vestido de esa guisa, de jefe de pista, pero que sólo se trataba de un uniforme. En realidad era un tipo que igual que Cuper había mendigado un empleo en la anterior escala que el circo hiciera en Denver, y que como era italiano y llevaba bigotillo caracolero, el gerente de la empresa lo había colocado en ese papel.

De todas formas y lejos de desanimarse, Cuper volvió a contarle todo el verdadero jefe y éste lo admitió de buen grado. Debió pensar que un chico que es tan gracioso, que está dispuesto a llevarse unos guantazos, que conseguirá que su circo deje de ser el único que saca a la pista elefantes enmerdados y que además no cobra, es conveniente tenerlo en plantilla y a poder ser de por vida.
Cuper se sintió bien, muy bien, contento por verse al fin en lo que para él suponía un primer paso en ese campo sobre el que podría empezar a desarrollar efectivamente su talento cómico.
Entonces acuño la frase que se prostituiría años más tarde: “Este es un pequeño paso para un hombre, pero alucinante para un pulgón, por poner un poner.”

Antes de cada función atendía a los paquidermos según lo acordado y después de las actuaciones se encargaba de llevarles el pasto. Todo eran hembras y tan sólo tenían un enorme y viejo macho que ya no servía para el show y se pasaba la vida embutido en el remolque.
Cuper se las veía negras para meterle la comida, y sería por eso que diríamos entabló una estrecha relación con él, hasta el punto en que se le podían contar las vértebras por el pecho y por la espalda.
De todos modos disfrutaba colaborando en el número de los clowns. Nadie como él sabía encajar bofetones, patadones o huevazos, y era feliz de ver cómo eso hacía reír al respetable. Pensaba que si aquello era gracioso, qué sería cuando pudiese realizar sus guiones.

CAPITULO B
Las cosas iban normalmente hasta que sobrevino como una maldición la caída más impresionante que haya sufrido jamás el mercado de valores. Wall Street se tornó Pompeya. La Bolsa se desplomó desnucándose y no faltó personal físico que imitase la tendencia desde un rascacielos.
La ciudad entera se escondió y apenas si salía a la calle para pasear al perro, con lo que el circo mermó notablemente sus ganancias.
Llegaron al extremo en que una noche, instalados en Dakota de Sur y quedando solamente en la plantilla el gerente, el jefe de pista, la prima de éste, (que fuera contorsionista de adolescente y que entonces con cincuenta años y ochenta kilos no se alcanzaba las rodillas con las palmas de las manos) un domador (al que únicamente quedaba el elefante viejo porque el resto de las bestias habían servido de alimento a la troupe) y nuestro amigo Cuper, hubieran de verse en la penosa situación de que aun así casi fueran más numerosos los artistas que el propio público.
Por esas fechas el gerente hacía de fakir masticando un par de bombillas en el primer número y después el domador daba un par de vueltas a la pista con el paquidermazo y le hacía saludar con rítmicos movimientos de trompa a la que previamente le había atado un hilo de acero que apenas se veía. La tercera actuación la hacía la señora, que empezaba ella sola retorciéndose lo que buenamente podía y que concluía invariablemente con la ayuda de un médico que a la postre se ganaba la ovación de la noche. En cuarto lugar salía de nuevo el gerente con un número de hipnosis, que en eso era genial, y si lograba hipnotizar a un par de espectadores se aseguraba con ellos media hora más de show: Un día los hacía ser malabaristas, otro lanzadores de cuchillos, otro chimpancés, etc. Y por último aparecía en escena Cuper contando chistes y ocurrencias, pronunciando monólogos de chispa y dando un generoso recital de muecas.

La noche de Dakota fue aciaga.. La señora contorsionista se partió la espalda de forma definitiva y con tan escaso público hubiese sido un milagro que apareciera un médico. El jefe de pista no había acudido siquiera y estaba emborrachándose en una taberna de la que no saldría vivo en cuanto el dueño comprobase que el mamón no llevaba encima ni un centavo. El elefante que ya superaba en edad a las pirámides se plantó en el centro de la pista y se lió a vomitar y a toser con tremendos espasmos que no hicieron sino provocar las nauseas y la huida de los cuatro asistentes.
El domador se enfadó mucho y la emprendió a pellizcos con el animal.
El gerente entró en un episodio de histeria lacrimógena y salió corriendo hacia su roulotte, tomó del cajón una pequeña derringer, se la colocó en la boca y disparó.
Cuper que había salido tras él, oyó la detonación y entró raudo hallando al pobre hombre con una traqueotomía recién hecha.
Se puede deducir que estando el suicida en tan febril tensión nerviosa y dada la pequeñez del arma, se la introdujo con tan poca gracia que la bala entró por el maxilar inferior a través de la lengua y fue a salir justo por debajo de la nuez.

Cuper se vio de nuevo solo y sin trabajo, pero esta vez con mayor madurez y mucho más sabio en la materia de sus anhelos. De todos modos un hombre así debía ser optimista y no fácilmente abatible como son las puertas de algunos garajes.
Una mañana oyó mientras se desperezaba en el hogar de acogida para miserables, que alguien decía nosequé sobre una radio revolucionaria.
Eso clavó su aguijón en la arriesgada naturaleza de Cuper, que se echó a las calles en busca de información mirando los titulares de prensa. Y era cierto. Cuper se quedó sin habla, pero le dio igual ya que no tenía con quien charlar, cuando leyó: “Jíar coms de televishon.” Más abajo señalaba que la compañía BBC y la Baird Televisión Co. inauguraron el servicio público de transmisión por televisión. ¡Había nacido el medio del futuro.!
No perdió el tiempo y voló hacia los estudios. Consiguió colocarse de momento como ayuda de cámara y encontraba fascinante todo aquello de llevarle los zapatos al presidente de la compañía y cepillarle los trajes.
Pero pasaron los días y los años. La programación evolucionaba, el invento crecía con la audiencia y ésta demandaba variedad en la oferta. Eso permitió que Cuper se hiciera un hueco en un modesto espacio como animador. Salía en pantalla de las 13.30 a las 14.00 detrás de un programa de cocina y antes del noticiario.

CAPITULO UNO-B
Allí tuvo la oportunidad de dar rienda suelta a todo su genio. Empezaba diciendo algo que todos los grandes entertainers han copiado haciendo que ahora nos parezca vulgar.
Para no salir, saludar y contar un chiste, así en frío, se le ocurrió la fórmula de comenzar diciendo cosas como: “Cuando venía hacia los estudios por la calle, me he encontrado a un tipo que va y me dice....” o algo como: “A un amigo mío que es tartamudo le pasó que...” y luego explicaba el chiste. De ese modo quedaba como más personal, particularmente suyo y no como un chorrada de dominio público.

Los principales bebedores de esa fuente fueron gente de la talla de Bob Hope, Sammy Davis Junior, Lucille Ball o Carol Burnett, que alcanzaron gracias a ello la fama actuando en los mejores clubes de Las Vegas y teatros de Broadway, además de Jim Porter, Charles Freaks, Dan Flogher, Andy Newfool, Brad Summers, Frankie Muchfucker o Lenny Travis, que nunca salieron de los suburbios.

El éxito le llegó con merecimiento y el prestigio de Cuper fue realmente sólido durante una época, aunque la historia ingrata lo olvidase más tarde.
Escribió los guiones de que luego se apropiaron personajes tan grises como Groucho Marx. (El mismo Groucho tomó la idea de pintarse un bigote inspirado claramente en los primeros carteles decorados por Cuper.)
Charles Chaplin no era nadie hasta que robó unos apuntes que Cuper tenía para hacer El Gran Dictador Moderno, una obra en que un superfascista se comía un zapato, apretaba tuercas doce horas seguidas y se tiraba ochenta días para darle la vuelta a un globo terráqueo.
Harold Lloyd y Buster Keaton también tuvieron las ocurrencias que tuvieron porque coincidieron con Cuper en la universidad que envió a pique, puesto que antes de eso el uno quería ser bombero y el otro enfermera.
Y así, aportando datos y más datos, nos llevaría un siglo hacerle la justicia que merece este fenomenal, único y verdadero genio del humor que ha sido Cuper. El más inspirado artista de la risa que ha dado la historia del hombre desde Atila o Cristóbal Colón.

Ya de anciano Cuper, con la gloria esfumada y viendo cómo sus méritos servían para hacer famosos a desaprensivos impostores, cuando acudía a algún lugar público, ya fuera un concierto, un restaurante, una conferencia, o lo que fuera, gustaba de expeler sus pedos bien alto y bien fuerte, no por anómalas incontinencias, sino por la explosión de júbilo y algarabía que ello provocaba aun a riesgo de cagarse.
James Davis Cuper hasta el último aliento de su vida lo dedicó al sano cultivo de lo jocoso, hilarante e ingenioso, sin otra meta que alegrar el mundo e intentar aliviarlo de sus abundantes pesares.
En 1.973 murió de fallecimiento, abandonado y pobre, en su buhardilla de Ohio, dejando como póstuma voluntad que al enterrarlo le colocasen una pinza en la nariz para cuando empezase a oler.
FIN

Comments:
¿Y Ziri no se le aparece a lo largo de su vida?
 
Ziri-Pandrullo no es tan trepa ni tan pijo como otros dioses que pretenden estar en todas partes y además a la vez.
Él está en bastantes sitios. Y en ocasiones hasta dentro de algunas personas. Raramente se coloca en el alma y menos si ya la encuentra ocupada, por eso se suele meter bajo las tetas o los huevos de las gentes de bien. (A los bajopubismos femeninos no va porque normalmente llevan tanga o braguillas demasiado estrechas y hace un calorón que te cagas.)
Supongo que el Cúper lo llevaría puesto sin saberlo.
Búsquese, búsquese, que igual usted mismo está en su gracia y por eso marca tanto paquete.
Yo mismo voy por la vida como si fuera un torero aunque lleve pantalones anchos. Y no es mi hombría, sino Ziri.
Ya lo decía Teresa la de Avila: "Ziri podría estar prefectamente entre los pucheros, pero le van más los orinales."
Dese un beso de mi parte.
 
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